sábado, 25 de diciembre de 2010

Esmalte al agua

     ESMALTE AL AGUA
                                                   José Manuel Florenti


"No sé por qué a éste se le ocurrió pintar la casa, si yo, Miguel Ponce Vieira soy el dueño; así me lo hizo saber mi hijo Juan cuando la compró. Parece que la Natividad está de acuerdo con este patudo que, aparte de poner colores chillones en las murallas, también me hizo zumbar la madera que yo almacenaba en el cuarto del fondo…si hasta mi hijo menor Serafín, se tomó atribuciones y me vendió la camionetita, el auto azul y la Citrola, la que yo, en un tiempo más, pensaba en echar a andar y sacarle mejor precio que el que logró él.
     Yo sé que mi salud no estaba buena, pero pronto mejoraría y de nuevo sacaría adelante todos los proyectos que generarían una ganancia superior a la lograda por Serafín. Cristal, mi hija, también se alejó de mí, dedicando todo el tiempo a su esposo Rolando... si parece que yo no existiera. ¡Cómo echo de menos a mi suegra Josefa! Ella sí que me entendía y si me mandaba alguna cagada, me protegía; aún a costa de enemistarse con Natividad y todos mis chiquillos.
     Hoy me tienen confinado al interior de la casa, no puedo salir ni al patio. Los perros me mueven la cola cuando me ven a través de los vidrios de las ventanas del dormitorio. Desde septiembre del año pasado fue que pasé a ser una sombra en esta casa. Cuando le hablo a Natividad, ésta no me contesta. Serafín, llega tarde, mal y nunca y si le pregunto dónde estaba, no me responde. Ya estamos a fines de julio y de amo de la casa pasé a ser una persona ignorada por todos. Eso sí, en ocasiones, mientras veo la televisión que está apagada en el living, he oído a mi señora rezar en el dormitorio,…pero lo extraño, es que reza por mí…
     Por las tardes aparece por la casa mi cuñada Estela quien, después de hablar de un cuanto hay con Natividad, se marcha sin despedirse…sólo una vez lo hizo y yo, no le contesté, porque no me salió el habla. Debe ser la enfermedad que me ha aquejado todo este tiempo. Ahora, mi preocupación mayor es la presencia en mi casa de Moisés Coronel, el maestro pintor y carpintero que vino a arreglar el parroncito de atrás de mi casa que está en pésimas condiciones. Él se queda solo en la casa y mueve muebles de aquí para allá y de allá para acá sin tomarme en cuenta. El trabajo a realizar era en el patio, pero como los días han estado lluviosos en extremo, para matar y aprovechar el tiempo, le propuso a Natividad pintar el interior de la casa, porque los muros, desde que se declaró mi enfermedad no han sido reparados e incluso, presentan manchas, sobre todo mi cuarto que debido a los vómitos (que fueron limpiados a medias) dejaron en ellos las huellas de mi cuerpo enfermo.
     Ayer fue imposible sentarme frente al televisor, porque al “tal” Moisés Coronel se le ocurrió empezar a pintar desde el living, así que me instalé en el comedor para poder observarlo todo, porque yo soy muy prolijo y exigente con mis empleados, con la diferencia que “éste” no me hace ningún caso. Reconozco que siempre fue así. Alguna vez me quise beneficiar laboralmente de él, pero no me aguantó, obligándome a tener más cuidado.
     A la hora siguiente, una vez pintado el living, me sacó “con viento fresco” del comedor. Movió muebles, eliminó las arañas, desempolvó todo y más encima ¡casi me tapa con las sillas, las que me arrojó encima sin contemplación alguna!"

      El pintor siguió su labor en forma acelerada. Después del comedor, entró al dormitorio principal y con un rosado fuerte cubrió el opaco amarillo que contaba su historia a través de las huellas de las camas y sillas que, alguna vez, golpearon los muros. El aroma a flores, además del olor impregnado del enfermo, fue diluyéndose bajo la capa del esmalte al agua que inmisericorde, avanzaba sobre la historia de la habitación.
     “Éste, lo que pretende, es arrinconarme en la pieza en donde he pasado y sufrido mi larga enfermedad…trataré de desviar su atención para que deje de pintar,…pero es extraño, no me sale al habla; tal vez si dejo caer una cortina al piso se dará cuenta de que estoy aquí”.
     El fierro que sostenía la cortina se deslizó de la mesa y cayó estrepitosamente al suelo, justo en el momento en que el pintor arrojaba la espátula en la mesa, ruido éste, que acalló el sonido del primero.
      Ya cansado y en presencia de Natividad y Estela, Moisés Coronel comenzó a pintar el último dormitorio, el mismo en donde el enfermo se recluyó en sus horas de dolor. Avanzó con el rodillo mojado de color marfil, cubriendo rápidamente el amarillo deslavado y manchado que cubrió por años aquellas paredes.
     “Puchas, este jetón me está arrinconando y es imposible que me vaya a las otras habitaciones porque son territorio desconocido para mí.
     ¡Natividad, Natividad, dile a éste que no me vaya a manchar!, parece que esta mujer está sorda o quizás no me quiere hacer caso…Si estuviera Josefa aquí, esto sería otra cosa”
     El rincón, donde estaba la cabecera de la cama, fue el último lugar que el pintor cubrió con largas pasadas de rodillo embebido en color marfil. La ventana entreabierta dejaba pasar el haz de luz que se perdía en el luminoso patio interior. En la postrera pasada de pintura, una mancha oscura semejante a una mano, fue cubierta por el rodillo. Tras la ventana entornada, los perros saltaron alegremente moviendo sus rabos. El pintor cerró el postigo y el suave olor del esmalte al agua impregnó el aire de la habitación.
    


Andrés, el niño de las estrellas

Andrés, el niño de las Estrellas
                                                         José Manuel Florenti
                                                                                                                                                                                 
     Andrés no nació como una Estrella o, por lo menos, no tuvo el tiempo de preparación para ocupar su lugar en el infinito constelar del cielo como cualquier astro normal que se hubiese preciado de tal. Mamá mediana junto a Papá grande, le esperaban para cuando el otoño de ese año número 2007, tercer milenio en el planeta llamado Tierra, estuviese en etapa de entregar sus hojas amarillas al invierno que se avecinaba.
     El latido acelerado de Mamá mediana le indicó al pequeño Andrés que su llegada al mundo celestial, se adelantaría en una Estación temporal, medida que se utilizaba en el verde planeta, para dividir los tiempos de vida de los pobladores que moraban en ella.
     La luz de vida, el corazón humano y el resplandor de la inteligencia eran los tres estados de la materia que conformaban un nuevo astro o estrella naciente. Andrés las tenía todas o casi todas. Le faltaba algo muy especial llamado en el planeta tierra “Crecimiento integral” y, para completar el ciclo, debía pasar un par de meses (terrenales), en una nave espacial creada especialmente por los humanos, para preparar al pequeño astro y entregarlo a Mamá mediana como un astro con todas la de la ley mundial.
     Después de dos meses en el pequeño módulo de cristal y en donde Andrés alcanzó el “Crecimiento Integral”, el niño, porque ya era un niño, se marchó a su casa en la tierra, junto a Mamá mediana y Papá grande. Un tubo blanco con aire azul era la única conexión que le recordaba el espacio interestelar del cual había formado parte hasta ese momento.
     Al llegar a su nuevo hogar, le esperaban la madre y el padre de Papá grande y la progenitora de Mamá mediana.
-  Andrés, estos son tus abuelos -, escuchó que decía Mamá mediana.
     De esta manera Andrés, el niño que vino de las Estrellas, empezó a hacerse fuerte en su nueva morada. En ocasiones, después de tomar su leche, mamá lo llevaba en brazos al gran ventanal y le mostraba los astros que brillaban en el cielo, cuando era de noche y la gran luminosidad del Sol en el día.
-   Esa Estrella que brilla a lo lejos, ¡es tu estrella Andrés!-, así decía Mamá mediana.
-   Mamá, “las eskekas”-, decía Andrés cuando ya empezó a articular palabras.
A los dos años de edad terrenal, el pequeño Andrés ya sabía cuál era su estrella y eso que en el cielo había millones de “eskekas”.
     Un día, cuando ya estaba por cumplir los tres años, Andrés vio aparecer en forma difusa en el oscuro cielo un pequeño puntito de luz; luz que sólo él veía.
- ¡Mamá, una “eskeka” pequeñita está apareciendo en el cielo!-. Y en realidad, algo borrosa en el espacio interestelar, aparecía y desaparecía a ratos, una pequeña manchita de luz. La vista de Andrés y su pequeño corazón humano, le hacían distinguir, de los primeros, el pequeño astro naciente en el oscuro y helado cielo.
- ¿Dónde está esa luz?-, inquiría Mamá mediana.
- Allá mamá, cerca de mi estrella y al lado de la Luna-.
     Y así, todos los días al atardecer, Andrés se asomaba a la ventana y veía la pequeña lucecita, ahora ya no tan pequeña, que se reflejaba en el cristal de la ventana  y en los profundos y brillantes ojos negros de Andrés.
     Y fue en ese tiempo, antes de Navidad, en que Mamá mediana anunció que esperaba otro hijo. Ahí comenzó Andrés a entender que esa estrellita pequeña, cerca de su propia luz, era su hermano que venía en camino.
     Cuando prepararon el árbol de Navidad de ese año número 2009 y, al poner la estrella de puntitos brillantes en la copa del verde árbol, Andrés supo, que la misma luz de una Estrella lejana que había anunciado el nacimiento de un niño llamado Jesús, avisaba hoy, la llegada de un hermanito al planeta Tierra para principios de otoño de ese año número 2010.

 
   Para mi nieto Andrés, 20 de diciembre de 2009 en el planeta Tierra, país Chile, al sur del mundo.