jueves, 19 de diciembre de 2013

"LA CASONA DEL POETA-HISTORIA"


“Yo nací en el año 1912, como se darán cuenta tengo más de cien años de edad. Si al circular por mis habitaciones se encuentran con escollos, tales como una tabla suelta, una puerta descentrada, una ventana en descuadre, goteras o un cierto aroma a viejo, discúlpenme, todo se debe a mi añoso vivir en este viejo Valparaíso. Los numerosos propietarios que he tenido han hecho de mí un ser lleno de heridas y transformaciones; que un cambio aquí, que un muro allá, que la pintura, un vidrio roto, el cielo desteñido o las tuberías del desagüe tapadas, han dado pie para que los hombres modifiquen mi cuerpo llegando a esta edad llena de “heridas de guerra”, sin contar con los azotes de la naturaleza que con sus terremotos, temporales y la inclemente llovizna que envía el mar en las negras noches de invierno fueron minando mi otrora hermosa arquitectura.
He sobrevivido a varias generaciones de humanos y es más, he tenido una decena de “Dueños de Casa” que en su eterna trashumancia me han vendido, arrendado, dado en usufructo e incluso regalado parte de mi cuerpo, desmembrando mis muros y separando mi alma que fue concebida como una sola unidad. Ya no recuerdo cuántos recién nacidos dieron su primer llanto en mis habitaciones. Amores, traiciones, odios y veleidades humanas se fraguaron en mis cuartos. También la felicidad tuvo su momento dentro de mi cuerpo. Muchas familias triunfaron en su peregrina vida y muchas otras, las más, fracasaron en su afán vertiginoso de obtener ascensos en busca de la felicidad. En mi memoria desgastada aún resuenan nombres y apellidos de personas que se sirvieron de mi protección y cobijo. Algunos pagaron mi amor cuidando mi cuerpo e incluso haciéndolo más bello, pero otros, lo golpearon, quemaron e incluso desgarraron en sus horas de tormento y odio, pero aun así, sobreviví. Vienen a mi mente los Ackermann, García, Huidobro, Olguín, Prat y muchos más, cada uno de ellos y su descendencia dejaron sus huellas en mis muros, cielos y espacios vacíos. Muchos, pero muchos “maestros chasquillas” cercenaron, hollaron y hendieron sus filosas herramientas en mi esqueleto tratando de quitarme la vida, pero mis cimientos eran fuertes y me sobrepuse a tanta agresión. Algún pseudo dueño de casa, robó mis partes más preciadas. Aldabones, puertas finas, cristales, tuberías de plomo, cobre y bronce fueron a dar al comprador de chatarra. Más de uno arrancó mis entrañas dejando al aire las aguas malolientes fruto de sus efluvios y evacuaciones, pero este oprobio fue el castigo a su codicia desenfrenada. Yo que siempre cuidé que mis olores intestinos no llegasen al habitante de turno, al quedar al aire mis heridas, el propio olor nauseabundo generado por los humanos volvió a su origen. Pero como “no hay mal que dure cien años” (como mi edad) en el último decenio, la familia que arrendó a su último dueño se dio a la tarea de lavar mis heridas. Con materiales modernos renovaron mis baños, techos, dinteles y ventanales. Un jardín verde cubrió mi pequeño patio, mi rostro fue maquillado y mis pisos encerados y lo mejor de todo…sentí algo parecido al amor con que fui concebida hace cien años. Los maestros de esa época no eran “chasquillas”. Sus manos, aunque manos de artesanos iletrados, hacían su trabajo con amor, pero amor al trabajo y a las cosas bien hechas. Lo mejor de todo es que voces juveniles comenzaron a poblar e impregnar los muros con sus susurros y secretillos y… ¡aquí estoy!...recibiendo visitantes de todas partes del mundo y volviendo a renacer a un nuevo siglo, sigo, eso sí, con los pequeños males que conté al principio, pero el don de gentes de mis actuales habitantes, disculpará estas pequeñas anomalías y yo devolveré su comprensión protegiendo a quien more en mi casa.